Sunday, May 16, 2010

Carrera al Paraiso: Misioneros Cristianos en Yemen

Desde la Reconquista Española, la caída de Constantinopla, y las sangrientas Cruzadas, el Islam y el Cristianismo han estado en un perpetuo estado de duelo. El Islam dio diez pasos hacia el Este, y el Cristianismo hacia el Oeste, y el 11 de Septiembre del 2001, se voltearon de nuevo a mirarse a los ojos. Como dos gigantes luchando por salvar las almas de la tierra, batallan arduamente para comprobar que su verdad es superior a la otra. Los musulmanes objetan que la biblia es una compilación de escritos que ha perdido significado en las escamas del tiempo, degradada por las múltiples modificaciones que ha recibido durante las centurias, mientras que el Corán es una unidad incorruptible que sigue intacta desde que fue dictada por el mismo Dios. Asimismo, critican duramente la “insolencia cristiana” de considerar que Jesucristo, “un profeta que vino a declarar la palabra de Allah”, está al mismo nivel que su creador. Por otro lado, los cristianos creen que el Islam es una religión basada en la guerra, implantada en sus discípulos a punta de espada, que maltrata a la mujer tiránicamente haciéndola presa de los caprichos del hombre. A pesar de que en ambos casos la realidad es diferente, ambas religiones dominan las esferas espirituales de la humanidad, con más de un 50% practicando una o la otra.

Dentro de ambas religiones, existe un mecanismo de propagación basada en la arrogancia sectaria, que sinceramente cree que solo existe un camino hacia la “salvación”. En Yemen, A pesar de que el proselitismo es ilegal, decenas de misioneros cristianos entran por las puertas de inmigración cada año. Al llegar aquí, se les entrena como debatir los dogmas islámicos, se les paga una mensualidad, y luego se les asigna el lugar de donde llevar a cabo su misión furtiva. Las mujeres, vestidas de musulmanas, cubriendo sus cuerpos con el balto color azabache y pelo cubierto bajo el Hijab, llegan a sus lugares de trabajo con una sola premisa: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Sus esposos se diluyen como camaleones en el mundo del Qat y la Jambiyah, aprenden el lenguaje perfectamente, y sus corazones se enaltecen cuando logran reclutar a un convierto. En sus iglesias, son considerados héroes. Si caen en el camino, atropellados por el atrevimiento de sus pasiones, son martirizados en sus iglesias, y claro, ‘se ganaron su trono en el paraíso’.

“Desde siempre había sentido un fuerte llamado hacia Yemen. Hay una razón por la que estoy aquí, y aquí seguiré hasta que Dios me ordene que vaya a casa”, dijo la misionera Kathleen Gariety antes de ser baleada en el hospital donde trabajaba junto a dos misioneros americanos. El 30 de diciembre del 2002, Kathleen Gariety murió por la cruz. En su iglesia, la Convención Bautista del Sur, su muerte no ha disuadido a nadie de continuar sus operativos secretos en Yemen. Todo lo contrario: Cientos de fervientes misioneros se han inspirado tras su muerte. Mientras conversaba con Carolina, una americana que me confesaba la verdadera razón por la cual había llegado a Yemen, esta me decía que no temía ser descubierta. Mientras nos bebíamos un café en Coffee Traders, una cafetería donde se congregan diariamente varias decenas de extranjeros, me recitó la siguiente frase de la biblia, como una autómata incapaz de ver las posibles consecuencias que podrían tener sus acciones: “Y vi las almas de los que habían sido decapitados por causa del testimonio de Jesús y de la palabra de Dios… y volvieron a la vida y reinaron con Cristo por mil años” (Apocalipsis 20:4).

En naciones como Yemen, el Islam no es solo una religión, pero un sistema social y político que regula múltiples facetas de la vida de la población. Por ende, el proselitismo es percibido como una amenaza en una sociedad ya saturada de dogmas religiosos. Los misioneros no solo ponen sus vidas en peligro, sino que siguen incrementando la brecha de sospecha que separa a la población local de todo lo proveniente de occidente, al mismo tiempo ayudando a disminuir los niveles de seguridad que existen para extranjeros que están aquí por otros motivos. Por otro lado, durante mi estadía en Yemen he recibido decenas de panfletos y conversaciones interminables enumerando todas las razones por las cuales debo convertirme al Islam. Parece ser el objetivo final de una variada gama de personajes que me rodean, como si al lograr su objetivo asegurarían su puesto en primera fila en el ‘Jenna’ (paraíso en árabe). En el proceso, ambas religiones utilizan los argumentos más histriónicos para convencer al posible creyente de que cambie de religión. Hace unos días, Ahmed, uno de mis vecinos, me decía que el segunda retorno de Jesucristo había sido encarnado en Mahoma. Por otro lado, Carolina me decía que la palabra “Allah” provenía de un culto preislámico a la luna, y que su significado actual todavía apuntaba hacia esa deidad.

Sin lugar a dudas, ambas religiones se han olvidado de su objetivo real: sembrar las semillas del amor y la tolerancia en los corazones de sus fervientes, para que estos puedan con su ejemplo iluminar el universo. Como escribí hace unos meses atrás: “Hay un rio que fluye desmesuradamente en cada uno de nosotros. Un rio que se desborda en los confines del presente, incorruptible, como una estrella omnisciente iluminando nuestro destino. Ese interminable fluir, aquella fuerza capaz de conquistarlo todo, es el amor. Cuando todo pase, cuando nuestra historia concluya, solo ese fluir quedara intachable, enmarcado eternamente en las arterias de la tierra.”

Y al final, solo el amor podrá ser testigo de nuestra calidad como seres humanos.

Todo lo demás será echado al olvido.

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