Monday, May 24, 2010

Pelando la Cebolla: Visiones Alternas de Sana'a

La realidad es un espejo que revela lo que permitamos que exista. A veces, debajo de las superficies, se esconden gratas sorpresas capaces de deslumbrar a los ingenuos que inocentemente esperan a que la verdad se revele uniforme, sin las irregularidades y rasgaduras que penetran los espacios más inconcebibles. Así fue como descubrí el lado salvaje de Sana’a. Aquella encantadora ciudad acongojada entre los cimientos de la cordillera Arábica, que despliega una ciudad antigua capaz de revivir la imaginación de los muertos, me tenía guardada tremenda sorpresa. Un día cualquiera, entre los estrechos laberintos de la ciudad vieja, conocí a Rania. Con solo dos semanas de haber llegado de un exilio de diez años, la fémina mitad Yemenita, mitad Alemana, llevaba su pelo al descubierto, y vestía despreocupada unos jeans y una blusa. Aquel breve encuentro resultó en un casual intercambio de teléfonos, de esos que causan curiosidad momentánea, pero que cesa rápidamente con el pasar de las horas. Unas semanas después, volvimos a encontrarnos. “Qué casualidad verte por aquí!”, me dijo mientras me bebía un vodka a las rocas en “El Club Ruso”, uno de los pocos lugares que vende alcohol legalmente en la conservadora ciudad. “Así es, Sana’a es un patio”, le comente relajado, mientras la música pop rusa mezclada con el denso humo de cigarrillo sosegaba nuestra sorpresa. Aquella noche, recibí el primer indicio de que Sana’a no era solamente un mar de cautela encubierto de dogmas islámicos: “Que bueno compartir contigo en el único lugar en el cual disfrutar de esta manera es permitido”, le dije cándidamente. “No te creas. Sana’a te puede sorprender”, me dijo, sus gestos disimulando la picardía que yacía en su mirada. “Ya verás…”.

Una noche, mientras me preparaba para dormir, Rania me llama al celular. “Que haces?”, me pregunta llanamente. “No mucho”, le respondo con toda sinceridad. “Te vamos a pasar a buscar en diez minutos, tamam (ok)?”. “No hay problema!”, digo excitadamente, avivado por la espontaneidad de la ocasión. Luego de entrar a la imponente Land Cruiser que se había parqueado frente al hotel, Rania me introduce a Asla, una misteriosa mujer de veintisiete años que a diferencia de esta llevaba puesto el balto y el hijab, aunque su pelo se chorreaba imprevisiblemente por entre los escondrijos del mismo. Para mi sorpresa, luego de doblar en una esquina, Asla me pasa una Heineken enlatada: “Disfruta, que estas dan trabajo conseguir”, me dice sonriendo, sus manos en el guía mientras me lanza una ojeada por entre los asientos. Mientras los tres degustábamos las cervezas mientras Asla manejaba por la ciudad, Rania toma el teléfono y hace una llamada. “Quieren que nos parqueemos en la calle Tai’z”, dice con su usual e imperturbable calma. Mientras la Land Cruiser se acomoda en la estrecha calle, un hombre con pinta de gánster sale de otro vehículo, y le pasa una titánica funda negra a la conductora. “Cuanto te debo”, pregunta Asla un poco nerviosa. “Son diez mil riales”, le responde el furtivo personaje, mientras toma el dinero rápidamente y se vuelve a disipar detrás de los vidrios tintados de donde salió.

Luego del intercambio, la Land Cruiser sale disparada por las calles de Sana’a, y se interna en el distrito de Hadda, zona donde residen los embajadores y funcionarios de alto nivel. Mientras nos bajamos del vehículo, Rania me llena los espacios vacios que comenzaban a engendrarse en mi mente: “Esta es la casa de Ahmed, uno de mis amigos. Hoy tenemos una fiesta. Espero que disfrutes”, me dice mientras entramos a la mansión. Mientras ingreso a la sala, un grupo de hombres y mujeres yemenitas me saludan con el Qat en sus bocas. Las mujeres, vestidas con trajes más provocadores que los que regularmente usan en occidente, me miran con ojos lujuriosos. De repente, Ahmed sale de la cocina con una botella de Vodka en las manos, y se introduce formalmente: “Hola Alan, muchísimo gusto en conocerte. Rania nos ha contado de tus aventuras en Hais”, me dice sonriendo, mientras me pasa un vaso y lo atesta de jugo de naranja y Grey Goose. Súbitamente, un grupo de mujeres con rostros velados entra a la casa. Una por una se desabrochan los botones de la larga bata negra, y se quitan entre risas el niqab (velo facial). Como una sátira Danesa, las mujeres no dejan mucho a la imaginación: Debajo de sus cautos atavíos, pequeñas minifaldas adornan sus piernas, y algunas dejan entrever la milimétrica ropa interior que muestran orgullosamente sin un rastro de vergüenza. Mientras se disponen a enganchar sus vestiduras más prudentes sobre un gancho, Ahmed nos comunica el siguiente paso: “Señores, bajemos hacia el piso subterráneo”. Aunque para este punto ya me estaba sintiendo como “Alicia en el País de las Maravillas”, mientras Ahmed interpretaba el papel del “Mad Hatter”, la noche aun empezaba. Mientras descendíamos hacia el cuarto vedado, Rania me comenta “…no te sorprendas, que lo que vas a ver es muy común en Sana’a”. “Esta es mi discoteca privada”, me anuncia Ahmed, mis pupilas dilatándose lentamente en la oscuridad del lugar. Las luces, revestidas de botellas de ‘Absolut’, dejan entrever un bar con todas las bebidas habidas y por haber. En el centro, una gran pista de baile ya comienza a regar su magia, incitando al grupo de mujeres a moverse violentamente en sus premisas. En lo que tardé para pestañear, el pequeño grupo de hombres se han unido a las mujeres, y la pista parece un video de “Akon”, el rapero y artista occidental más popular en Yemen. Unas largas horas después, llegaba a mi hotel con tremenda resaca mientras el sol cegaba mis ojos cansados. Antes de caer en mi cama como un roble, recuerdo haber pensado, “quien se lo habría imaginado”?

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