Sunday, January 10, 2010
Torres de Babel
Luego de seis meses conviviendo íntimamente con el ancestral y olvidado cosmos Yemenita, la hora de montarse de nuevo en la máquina del tiempo había llegado. El largo y tedioso viaje a la capital, recorriendo las traicioneras montañas que separan a Sana’a del humilde desierto, fue coronado con una goma pichada y un chofer quejoso de los cigarrillos que fueron encendidos durante el camino. El aeropuerto urbano, la entrada y salida a la milenaria caja de pandora, me esperaba sin presunciones. Mientras sobrevolaba el desolado paisaje, que a diez mil pies de altura parece un reino medieval intocado por el paso del tiempo, el perpetuo panorama de montañas escalonadas y poblados remotos se despedía animosamente con la estándar turbulencia que simboliza todo lo que fue, todo lo que es, y todo lo que será el Medio Oriente. Mientras dejaba atrás el nervio volcánico de aquella desprendida sociedad, ya comenzaba a sentir el peso de su ausencia. Mientras el Boeing 767 se balanceaba nerviosamente sobre la soledad del despejado cielo, Arabia Saudita se desnudaba intachable, dejándonos entrever la Sagrada Meca, reservada únicamente para los que han aceptado la religión de Mahoma en su corazón. Unas horas después, pasada una sumersión total en los brazos de Morfeo, el avión aterrizaba intacto en el Cairo. Mientras entraba a la terminal, el mundo que había dejado atrás se manifestaba en carne viva. El chocante encuentro de volver a presenciar a hombres y mujeres sumergidos en el caos del mundo moderno, tratando con ganas de orgullosamente manifestarle su belleza al universo, provoco en mí unas cuantas lágrimas de emoción. Hasta ese perentorio momento no me había dado cuenta de la dimensión que me había resguardado los últimos meses. Sin duda, el Reino de Saba se había incrustado en mi corazón inmensurablemente. Me sentía como si me hubieran entregado las llaves de un reino prohibido, y al volver a la civilización moderna, profesarme cómplice de amparar aquel último tesoro de la humanidad. Ya en camino hacia la capital del mundo, Nueva York, la recóndita atmosfera Yemenita parecía un velo de humo que se irradiaba mansamente en las reminiscencias de vidas pasadas. Antes de llegar, sabía lo que me esperaba. “¿Que hace un Dominicano con pasaporte Americano residiendo en Yemen?, me pregunta la agente de inmigración, que me olfatea de pies a cabeza esperando percibir algún rastro de pólvora. “Pues trabajando”, le respondo con la típica sequedad del viajero abatido. “Pase por aquí caballero”, me indica sospechosa. Mientras me dirijo al cuarto de los acusados, una decena de rostros familiares me dan la bienvenida con una indignada expresión y con un ligero espasmo facial. Al parecer, todos aquellos que veníamos de Yemen nos encontrábamos allí, incluyendo dos hermanos de doce y catorce años que se habían sentado a mi diestra. “¿Y por qué carajo tenemos que pasar por esto?”, pregunta el hermano menor. “Parece que creen que todos somos terroristas”, responde irritado el hermano mayor, que esparce su colérica indignación con cada gesto. “¿Sabes tú porque estamos aquí?”, me pregunta iracundo. “¿Al parecer, todos los que venimos de Sana’a nos encontramos aquí, no se han dado cuenta?”, le respondo calmado. “Esto es estúpido!”, irrumpe el rabioso adolescente. Mientras los oficiales se disponen a cuestionar a los jóvenes, sus cuerpos temblorosos y sus rostros consternados jadean mientras son hostilmente confrontados por los oficiales. Como si nacer en Yemen constituía un crimen por la cual de alguna forma u otra ellos debían pagar. “¿İY usted, que hace en Yemen!?”, me pregunta el oficial arrebatado, tratando de encender el coraje que había ido acumulando al observar aquella carnicería moral. Luego de una docena de preguntas, todas formuladas para traer a flote lo peor de mi depurada personalidad, los oficiales dedujeron que mi historia era verídica, y me dejaron continuar mi camino. Mientras me dirigía alegremente hacia mi jubilosa tierra, el único pensamiento que me seguía abrumando era la callosa realidad de que el temor corona desgraciadamente nuestras relaciones con el mundo musulmán. Al final, lo único que nos podrá salvar es la realización de que ellos están tan asustados como nosotros, y que de la única manera que podremos entendernos será exaltando nuestra común humanidad: Colocando en la mesa de negociación la paz, la tolerancia, el amor, y la comprensión.
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Tienes razon, en estos momentos mas que nunca es la unica solucion. El respeto, El amor, la paz, la hermandad, deben colocarse en la mesa de la negociacion. Asi sera!!!
ReplyDeleteCarolina
Es tan triste saber que miles de personas pasan por esa situación, es triste saber que no viven en paz, sino que el temor se adueña de ellos...ojala esto acabe algun dia no muy lejano...
ReplyDeleteSaludos Alan.
Elisandra Angustia.
Gracias Alan por compartir esa experiencia.
ReplyDeleteTe aconsejo utilizar parrafos cuando escribas. Estoy pensando si leer esto o no dada la poca estructura del la escritura.
ReplyDeleteAlain
ReplyDeleteAunque no he escrito antes, he leido tus escritos desde que los empezaste. Supe de ti por tu tio John con quien he compartido ampliamente.
Me fascinan tus relatos, el estilo de escribir, la estructura de las frases, las palabras que usas... etc.
Sigue adelante. Los valores y los principios que sostienes es lo que necesitamos a todos los niveles de nuestro entorno.
Un abrazo
Fernando
Alan, cada vez que leo tus escritos me llegan al alma, te estas haciendo mi hermano y no me conoces, esas almas son las que necesitamos en este mundo, Dios te bendiga Alan!.
ReplyDeletePersio